HAY UNA VEZ
cuando el pensamiento ya no sirve,
cuando el pensamiento no ilusiona;
cuando las manos sólo llegan.
Siempre; no, casi siempre, inician los cuentos “Había una vez…” Deseo que este empiece “Hay una vez…”
Hay una vez un encuentro de dos seres, ¿para qué? todavía no lo sé.
Una flor se encuentra con su abeja, ella la busca y la necesita, para transportar su polen a otras flores, para preservar y hacer notar su belleza viajando de esta manera. Es el mensajero quien la besa, quien posa sus dedos tiernos sobre su piel musgosa y sobre los hermosos pétalos coloridos como cabellos, que le adornan.
-Te extraño, añoro el verano que te trae de regreso- susurró ella cuando sintió la presencia de su hombre abeja con su lengua entre sus ranuras, entre sus poros.
Él aumentó el ritmo del aletear, en ningún momento para escapar; su voz sensual provoca un éxtasis profundo que lo amañan. El pasaje para regresar.
-Realmente no es el verano quien me obliga a regresar, eres tú. Tu perfume forma una capa de sobrepiel en mi piel y mis alas vuelan a tu jardín, mis ojos me traen a ti y mi pensamiento gira por el mundo llevando tus palabras, tu figura, tu nombre- dijo muy quedo sobre su vientre azul mientras más la acariciaba.
El viento suave y cálido cómplice de tanta belleza, discreto sonrió y se alejó, cubriendo con su cola la majestuosidad de la naturaleza y pensando:
-Dios los hace y ellos se juntan. Infeliz invierno que piensa que una vez al año los separa-
La lluvia, celosa, se lanzó en fuerte tempestad para arrancar la felicidad del pecho de los que se aman, ignorando que la madre Tierra, con sus fuertes brazos, salta para asir los delicados pies de la bella flor y de paso cubrir el cuerpo con sendas hojas de su amante abeja, para evitar un resfriado.
Cabizbaja ante la nube y sus cabellos pétalos desordenados, descubre en la sonrisa de la blanca de algodón que va cediendo su espacio a finos rayos calientitos y amarillos, los que van subiendo su ego, los que la maquillan a la espera de su abeja, a la espera de su beso.
EL RITUAL
...Y sintiendo su sangre rodar lentamente por el abdomen, como una cuerda de agua tibia, se inclinó, acariciando el suelo. Sus ojos empezaron a desorbitarse y ver nublado. Percibió la silueta de Efrén todavía de pie, quien reía indolente ante su agonía. Ya en el suelo estiró su brazo, simulando la fuerza del huracán sobre la montaña, aspiró su último trago de aire y con él cerró los ojos para no ver nunca más.
-Uf, por fin terminé. Lo imprimo y mañana antes de entregarlo sacaré dos copias. Ahora a la cama porque estoy rendido-.
Mientras la máquina hace su trabajo va al baño, se asea los dientes, contempla su rostro y la forma como desfigura sus labios para limpiarse muy bien los molares y la lengua. Termina esta parte de la rutina y se echa bastante agua fría en los cachetes y la barbilla, toma la espuma de afeitar y con la maquinilla se rasura cuidadosamente. Prefiere hacerlo antes de dormir, todavía le aterra la idea de que si muere mientras sueña, amanezca su rostro poblado de azulosos pelillos. A veces ríe de sus ocurrencias, pero alguna liturgia personal debe tener. Sale del baño, recoge las hojas de la impresora, las organiza y las mete dentro de la bolsa diseñada por él mismo para tal fin. Desordena las sábanas de la cama, se quita la ropa y duerme plácidamente.
Como de costumbre no se levanta con la puesta del sol, ni recuerda sus sueños. Al ponerse en pie, inicia la rutina diaria de aseo personal, luego, se prepara un café y parte rumbo a la oficina de la editorial para entregar la obra. Llega pronto al centro comercial donde funciona, no sin antes obtener las copias de seguridad.
Apoyado en la serenidad que da la responsabilidad del deber cumplido entrega la novela a Oscar. Tras las formalidades propias de un encuentro de trabajo, se despide rápidamente. -Odiaba las visitas y los comentarios que suscitan estos encuentros: preguntas, respuestas forzadas y mentiras-. Así es que antes de partir le sugirió que lo llamara a su móvil para alguna sugerencia.
En la calle, sintiéndose tan libre como cuando escribe, se dirige al restaurante de siempre, almuerza, hace dos llamadas desde su celular, camina largo rato mirando las personas, las vitrinas y piensa en las necesidades de los compradores, mientras espera el cambio de luz en el semáforo.
Se reconforta por completo de regreso a casa. El tono de voz de doña Flor, su empleada, es dulce y relajado. Al despedirse deja ver el afecto por su patrón a quien ve como un hombre lindo y generoso, muy educado y despreocupado por el mundo real, digno de imitar.
Quiso descansar, su hijo, recién concebido, lo dejó agotado, llevaba dos meses escribiendo sin parar y era justo hacer una pausa. Sólo esperaría el amanecer para que su editor llamara y como siempre, en lugar de felicitarlo, le recordara la fecha de entrega de su próximo libro y bla, bla, bla.
Antes de acostarse repite su ritual nocturno, los dientes, la afeitada, la muerte. No tan agotado como la noche anterior, el sueño lentamente se va apoderando de él hasta quedar completamente dormido. Con los ojos entreabiertos nota cómo una silueta se forma en la puerta de la habitación, a medida que se acerca a la cama, se va aclarando su sombra. Es una mujer, a pesar de que nunca la había visto, la recuerda de inmediato. Viste un traje de satín blanco, con finos encajes alrededor del cuello y una mancha roja, similar a un mapa, que se riega desde el vientre hasta las rodillas, donde termina el vestido.
-Tú me asesinaste y vine para que pagues por el dolor de mi agonía, maldito. Tendrás que pagar-.
Escucha la gutural voz que sale del vestido, sin siquiera mover los labios. Antes que responda a tal acusación, la imagen se esfuma y la habitación sólo es iluminada por los delgados rayos de luna que traspasan, sin permiso, los pequeños agujeros de la cortina.
-Fue una pesadilla, gracias a Dios. Es mejor que cambie esta manía de dormir siempre de frente al cielo-. Volteó su cabeza, pudo sentir cómo su corazón latía tan fuerte que era capaz de levantar y acostar paulatinamente la sábana que cubría su cuerpo desnudo.
Al día siguiente, baja de su cama un poco más temprano. Se prepara el café habitual, recuerda la imagen de aquella mujer. Automáticamente abre el estante izquierdo de la biblioteca, donde apila las obras de su creación y saca el libro titulado “La restauración”, una mujer que muere desgarrada desde adentro por su propio hijo en gestación, vistiendo un vestido de satín blanco con perfectos encajes en su cuello. Ríe para sí. –La ha matado su propio hijo, yo sólo lo imaginé. Pobre mujer-
La concentración es distraída por el ruido de su móvil, su corazón vibra al mismo ritmo del electrónico sonido y siente aborrecerlo aún más. Se alegra de que sea Oscar, hablan de la obra y antes de despedirse le aclara que no es asesino sólo porque es su estilo al escribir. Ama a su prójimo y a la vida.
Sigue pensando en la pesadilla y no encuentra razón para haberla soñado. Sus pensamientos son salvados por la llegada de su ama de casa, con las manos ocupadas por las bolsas del supermercado. Se había encariñado con ella a quien veía como a su madre, la que no conoció, reflejada en aquella delicada y tierna mujer.
Aprovecha el día para organizar un poco la biblioteca, realmente el trabajo es mínimo por la eficiencia de su empleada. Decide ver las viejas fotos y los recuerdos le inundan el corazón de nostalgia.
Al atardecer, la costumbre se apodera de la casa. Luego de marcharse doña Flor ve un poco la televisión. Al llegar el momento de dormir, por primera vez en muchos años no completa el hábito nocturno del baño. Sólo asea sus dientes.
Duerme plácidamente y de repente sus ojos se concentran en aquella mujer que regresa de nuevo. La identifica inmediatamente, le puede ver el rostro claramente, hermosa como la descripción que había hecho en su libro. Su vestido aún empapado en sangre impregna las sábanas de aquel color preferido en el final de cada historia. Lo acusa, lo culpa de su muerte en cada frase que pronuncia. Sus manos blancas descubren las ropas de cama hasta tocarlo. Siente mucho frío y terror. Su garganta se paraliza y sus cuerdas vocales ignoran la orden del cerebro para gritar, para pronunciar sílaba alguna. Está consternado, no puede pensar, es ajeno a su voluntad. El miedo invade su cuerpo, el frío es más intenso cada vez. No cree en fantasmas, espíritus o cosas parecidas. -Odió, con la misma magnitud que la había amado, a su imaginación; por convertirse en realidad-. Ante un movimiento de acercamiento de ella, puede ver detrás a un hombre, con su cuerpo desfigurado por la embestida de un tren en movimiento. Alrededor de él está la niña, que por estar atrapada en su cuna, no pudo ser rescatada por su padre, de la casa en llamas. A la voz de la mujer se unieron, disonantes, la de todos aquellos espectros que le paralizaban cada vez más su respiración. Igual que la noche anterior, no había visto estos rostros, pero si los recordó.
-Te dije que pagarías caro mi sufrimiento y el de los demás. Tú me mataste, tú nos mataste y no tuviste el más mínimo gesto de piedad. Ahora es tu turno. No trates de escapar, la casa está llena de todas tus víctimas y de la misma manera como planeaste muy bien cómo sería el fin de cada uno, así mismo hemos planeado el tuyo y, será hoy, esta noche. Tu vida no es perfecta y tenías que cometer un error en tu ritual nocturno. Quedarás de la manera como siempre quisiste, con tu cara lisa y tus ojos mirando la muerte, de la que tanto provecho sacaste- Dijo, con voz jadeante y llena de rencor, la mujer vestida de blanco.
A la mañana siguiente, doña Flor al ingresar a la casa percibe un olor extraño. Un silencio sepulcral, es el único sonido de aquel lugar. Siente helársele la sangre cuando lo ve, en su habitación, vestido con un traje, que aparentemente era blanco y con finos encajes alrededor del cuello, totalmente rojo por la sangre salida de su abdomen. Las partes del cuerpo que salen del traje emanan el olor característico de la carne quemada, su cráneo partido, como si lo hubiera arrollado un tren, y sus ojos desorbitados, como arrancados por un filoso estilete. De su cuello degollado salen lentamente las últimas gotas rojas que cambiaron por completo el cremoso color de la almohada. Su rostro está relajado, pulcro y la maquinilla afeitadora todavía puesta en funcionamiento a un lado de la cama.
escribe chimba j
ResponderEliminarHello!
ResponderEliminarWhat a picture! You are an Adonis!
About the blog, I reserve my comments for the mail
bye
Edna
jota son re-lindos
ResponderEliminarespero que siempre escriba asi de bien y que cada dia progrese mas.
felicitaciones
j7 estan muy interesantes
ResponderEliminarselecciona el mejor para el concurso
lo debes motilar ok no te rajes