miércoles, 28 de abril de 2010

RELATOS CORTOS

JUNTOS


Comenzó a cruzar el agrietado puente de madera sin atreverse a mirar el río, no por temor a la altura, sino a la profundidad del agua donde descansan sueños y recuerdos. Los mismos que prometió fielmente cumplir por allá en uno de esos días cuando uno habla de cosas. En uno de esos días cuando aún se está vivo.

Descuidó el último paso y resbaló. El agua fría lo recibió y lo devoró como si fuera poco alimento. El pánico por no saber nadar hizo más fácil el trabajo al agua y lo último que pudo, turbiamente observar, fueron las cenizas de ella brotando del pequeño cofre.

ASTRONOMÍA


Perdió un ala cuando más alto volaba. Notó entonces que el aire giró; que las nubes giraron; que la tierra también giró. Por primera vez vio que todo el mundo estaba dando vueltas. ¿Qué perdió la Tierra para hacer eterna su rotación?

LA LLEGADA


Mientras llueve, ¿qué más le espera al verano?, Esperar.

AVENTURERO


Al aire un beso brota sus alas. Desde lo alto el beso teme saltar. No tiene paracaídas y también ignora que en el aire, a media marcha, su metamorfosis le dotará de extremidades para suavizar y eternizar la caída, para levitar como hoja que desprende la ceiba.

Sólo unos labios escarlatas motivan al inmaduro a tan grande hazaña. Sólo su jugosa miel saciará la sed del aventurero. Sólo saltando descubrirá el cielo en la tierra.

DESTINOS


Trazó su ruta y la siguió. Horas más tarde divisó las puertas del averno. Lleno de terror regresó el camino. Consultó su mapa y encaminó de nuevo; de todos modos el otro sol le llevó a las puertas del infierno. Reconoció el portal y confundido retornó.

Reflexionó largo tiempo. Eran más sus bondades. Ahora, seguro, partió para encontrar su paraíso. Fue más largo el viaje y aún así llegó al mismo sitio. No insistió más y allí se quedó.

miércoles, 24 de marzo de 2010

EN PROSA

EL ALMUERZO PROMETIDO


Tras una acalorada discusión
acerca de quién era el más apto
para hacer el almuerzo hoy,
un aparecido burro se acercó,
diciendo que él era el indicado
para tan importante labor.

–Quítense de allí,
no sólo con un exquisito plato
los voy a deleitar,
sino que,
quien es el mejor en la cocina
les voy a demostrar -

Los demás animales indignados,
con ojos de desconfianza le miraron.
Primero porque no creían
en las habilidades
de este metiche fanfarrón,
y segundo, ¡un burro!
¿qué sabría hacer aquel bocón?.

Mientras ansiosos esperaban
las delicias prometidas no llegaban,
se propusieron descansar
y en el reloj ver el tiempo pasar.

Al rato apareció con una sonrisa
que lo hacía sonrojar.
Todos se pusieron felices,
creyendo que estaba listo el manjar
y preparando las narices
para poder olfatear.

El hambre había aumentado tanto,
que ya todos podían comentar.
Todavía sonriendo dijo:
-No lo van a creer.
Mientras el tomate
y la cebolla iba a coger,
me acordé de un chiste
que los puede contentos mantener.

Y para que puedan ver,
que de egoísta yo nada deseo tener,
quise venir a contarles
para que todos ustedes
se puedan entretener:

-Una vez se encontraban
jugando un tomatico,
una cebollita y un huevito.
Cuando apareció una pera,
al ver al grupo juntito,
esta pregunta les fue a hacer:
-a ver niños,
cuando grandes ¿qué quieren ser?-
El tomatico respondió:
-Yo quiero ser un gran tomatón-
La cebollita respondió:
-Yo quiero ser un gran cebollón-
y el huevito... en llanto rompió.

El mono soltó la carcajada.
La tortuga se preguntaba:
-¿por qué el huevito lloraba?-,
y así cada uno,
el chiste interpretaba.

El Rey León se impacientaba
al no ver resultados
del almuerzo que esperaba
y con un gesto le recordaba
que la cocina lo aguardaba.

Otros veinte minutos pasaban
y el burro señales de vida no daba.
Cuando por fin apareció,
primero la cola
y por último el hocico asomó,
donde a todos reunidos encontró.

Al verlo, el cerdo emocionado
de alegría gritaba:
-¡Viva!, nuestro almuerzo sabrosón
y con el hambre que tengo
me comería cualquier chicharrón-
El perro diciendo le siguió:
-yo me jartaría un perro caliente,
así me queme un diente-
La vaca su alegría acompañó
pidiendo asado un gran pez
en lugar de una carne de res.

El burro con gesto
de alegría les decía:
-No, el almuerzo no está todavía.
Lo que yo quiero es compartir
una adivinanza que de niño aprendí
y todavía mucha gracia
me causa a mí.

A ver si alguno de ustedes se atreve a descubrir:
-blanco es, la gallina lo pone y con sal se come-
La mayoría en coro respondió:
-pues el huevo-
El burro en su pensar
se puso a preguntar:
-¿Cómo tan rápido
lo fueron a adivinar?
Si yo para saber
varios años me vine a tardar-.

El Rey León, más serio aún,
con toda su manada
a la cocina lo mandaba.

Una hora transcurría
y el insolente burro
de nuevo aparecía.

–Ahora sí-
exclamó esperanzado el cocodrilo
-porque mis fauces
hace muchos días
que no prueban ni hilo-

-Cuál ahora sí-,
dijo el burro con cara de enojado,
imitando la voz
del que había hablado.
Si yo he venido a cantarles
unos pequeños versos
que desde la escuela
no he olvidado:

-Ayer en la cocina
mientras la comida preparaba
Una señora muy aseñorada
estas cosas cantaba:

Un exquisito pollo asado
es lo que más anhelaba
La pobre niña gata
que en el espejo se miraba.

Mientras se peinaba...

Y sin que la canción este terminara,
El Rey León se levantaba
y de un fuerte empujón
a la cocina lo enviaba,
con un látigo
en sus manos amenazaba
y muy enfurecido
esta frase pronunciaba:

-Si en veinte minutos
tus labores no acabas,
con un castigo ejemplar
al diablo lo mandaba
empezando con veinte nalgadas-

El burro sabía
que aquel felino no charlaba.
Y sereno y confiado,
así le contestaba:

-Tranquilo, “tranqui” mi viejo Rey,
que es con un experto
con el que has tratado,
ya verás que hasta los dedos,
después de esto
te habrás chupado-

Los demás animales
todo tipo de amenazas
también le han lanzado,
y el malgeniado del León
se sintió apoyado.

Lo que no sabían
los hambrientos que esperaban,
era que al burro,
hasta el agua se le quemaba.

-Ahora, ¿qué haré?-
el cocinero pensaba,
y un poco la situación
ya le preocupaba,
-corre peligro mi vida-
y ser el fiambre
de estos animales con hambre
ni en bajada ni en subida.

En los gustos de cada animal
se puso a pensar,
de una vieja revista
se propuso sacar,
todas las fotos
que de los platos
más exquisitos pudo hallar
y que ellos alegremente
podrían admirar,
y sirviéndolas en cada plato
a la sala fue a llevar.

Con asombro todos
han mirado, y rápido,
como el sonido del látigo,
y sin que alguno palabra dijera,
el burro dijo la primera:
-ya regreso con la sobremesa
es que esta olla si pesa-

Se dio media vuelta
y así inició su retirada,
fugándose por la ventana
que a la selva lo llevaba.

Voló libre como el viento
este pobre jumento,
bonachón y fafarachero
nadie más supo su paradero,

Dicen que él sí pensó:
-“más vale que digan:
aquí corrió y no aquí murió”-

lunes, 1 de marzo de 2010

PROSA

HAY UNA VEZ


cuando el pensamiento ya no sirve,
cuando el pensamiento no ilusiona;
cuando las manos sólo llegan.


Siempre; no, casi siempre, inician los cuentos “Había una vez…” Deseo que este empiece “Hay una vez…”

Hay una vez un encuentro de dos seres, ¿para qué? todavía no lo sé.

Una flor se encuentra con su abeja, ella la busca y la necesita, para transportar su polen a otras flores, para preservar y hacer notar su belleza viajando de esta manera. Es el mensajero quien la besa, quien posa sus dedos tiernos sobre su piel musgosa y sobre los hermosos pétalos coloridos como cabellos, que le adornan.

-Te extraño, añoro el verano que te trae de regreso- susurró ella cuando sintió la presencia de su hombre abeja con su lengua entre sus ranuras, entre sus poros.

Él aumentó el ritmo del aletear, en ningún momento para escapar; su voz sensual provoca un éxtasis profundo que lo amañan. El pasaje para regresar.

-Realmente no es el verano quien me obliga a regresar, eres tú. Tu perfume forma una capa de sobrepiel en mi piel y mis alas vuelan a tu jardín, mis ojos me traen a ti y mi pensamiento gira por el mundo llevando tus palabras, tu figura, tu nombre- dijo muy quedo sobre su vientre azul mientras más la acariciaba.

El viento suave y cálido cómplice de tanta belleza, discreto sonrió y se alejó, cubriendo con su cola la majestuosidad de la naturaleza y pensando:

-Dios los hace y ellos se juntan. Infeliz invierno que piensa que una vez al año los separa-

La lluvia, celosa, se lanzó en fuerte tempestad para arrancar la felicidad del pecho de los que se aman, ignorando que la madre Tierra, con sus fuertes brazos, salta para asir los delicados pies de la bella flor y de paso cubrir el cuerpo con sendas hojas de su amante abeja, para evitar un resfriado.

Cabizbaja ante la nube y sus cabellos pétalos desordenados, descubre en la sonrisa de la blanca de algodón que va cediendo su espacio a finos rayos calientitos y amarillos, los que van subiendo su ego, los que la maquillan a la espera de su abeja, a la espera de su beso.

 
EL RITUAL


...Y sintiendo su sangre rodar lentamente por el abdomen, como una cuerda de agua tibia, se inclinó, acariciando el suelo. Sus ojos empezaron a desorbitarse y ver nublado. Percibió la silueta de Efrén todavía de pie, quien reía indolente ante su agonía. Ya en el suelo estiró su brazo, simulando la fuerza del huracán sobre la montaña, aspiró su último trago de aire y con él cerró los ojos para no ver nunca más.

-Uf, por fin terminé. Lo imprimo y mañana antes de entregarlo sacaré dos copias. Ahora a la cama porque estoy rendido-.

Mientras la máquina hace su trabajo va al baño, se asea los dientes, contempla su rostro y la forma como desfigura sus labios para limpiarse muy bien los molares y la lengua. Termina esta parte de la rutina y se echa bastante agua fría en los cachetes y la barbilla, toma la espuma de afeitar y con la maquinilla se rasura cuidadosamente. Prefiere hacerlo antes de dormir, todavía le aterra la idea de que si muere mientras sueña, amanezca su rostro poblado de azulosos pelillos. A veces ríe de sus ocurrencias, pero alguna liturgia personal debe tener. Sale del baño, recoge las hojas de la impresora, las organiza y las mete dentro de la bolsa diseñada por él mismo para tal fin. Desordena las sábanas de la cama, se quita la ropa y duerme plácidamente.

Como de costumbre no se levanta con la puesta del sol, ni recuerda sus sueños. Al ponerse en pie, inicia la rutina diaria de aseo personal, luego, se prepara un café y parte rumbo a la oficina de la editorial para entregar la obra. Llega pronto al centro comercial donde funciona, no sin antes obtener las copias de seguridad.

Apoyado en la serenidad que da la responsabilidad del deber cumplido entrega la novela a Oscar. Tras las formalidades propias de un encuentro de trabajo, se despide rápidamente. -Odiaba las visitas y los comentarios que suscitan estos encuentros: preguntas, respuestas forzadas y mentiras-. Así es que antes de partir le sugirió que lo llamara a su móvil para alguna sugerencia.

En la calle, sintiéndose tan libre como cuando escribe, se dirige al restaurante de siempre, almuerza, hace dos llamadas desde su celular, camina largo rato mirando las personas, las vitrinas y piensa en las necesidades de los compradores, mientras espera el cambio de luz en el semáforo.

Se reconforta por completo de regreso a casa. El tono de voz de doña Flor, su empleada, es dulce y relajado. Al despedirse deja ver el afecto por su patrón a quien ve como un hombre lindo y generoso, muy educado y despreocupado por el mundo real, digno de imitar.

Quiso descansar, su hijo, recién concebido, lo dejó agotado, llevaba dos meses escribiendo sin parar y era justo hacer una pausa. Sólo esperaría el amanecer para que su editor llamara y como siempre, en lugar de felicitarlo, le recordara la fecha de entrega de su próximo libro y bla, bla, bla.

Antes de acostarse repite su ritual nocturno, los dientes, la afeitada, la muerte. No tan agotado como la noche anterior, el sueño lentamente se va apoderando de él hasta quedar completamente dormido. Con los ojos entreabiertos nota cómo una silueta se forma en la puerta de la habitación, a medida que se acerca a la cama, se va aclarando su sombra. Es una mujer, a pesar de que nunca la había visto, la recuerda de inmediato. Viste un traje de satín blanco, con finos encajes alrededor del cuello y una mancha roja, similar a un mapa, que se riega desde el vientre hasta las rodillas, donde termina el vestido.

-Tú me asesinaste y vine para que pagues por el dolor de mi agonía, maldito. Tendrás que pagar-.

Escucha la gutural voz que sale del vestido, sin siquiera mover los labios. Antes que responda a tal acusación, la imagen se esfuma y la habitación sólo es iluminada por los delgados rayos de luna que traspasan, sin permiso, los pequeños agujeros de la cortina.

-Fue una pesadilla, gracias a Dios. Es mejor que cambie esta manía de dormir siempre de frente al cielo-. Volteó su cabeza, pudo sentir cómo su corazón latía tan fuerte que era capaz de levantar y acostar paulatinamente la sábana que cubría su cuerpo desnudo.

Al día siguiente, baja de su cama un poco más temprano. Se prepara el café habitual, recuerda la imagen de aquella mujer. Automáticamente abre el estante izquierdo de la biblioteca, donde apila las obras de su creación y saca el libro titulado “La restauración”, una mujer que muere desgarrada desde adentro por su propio hijo en gestación, vistiendo un vestido de satín blanco con perfectos encajes en su cuello. Ríe para sí. –La ha matado su propio hijo, yo sólo lo imaginé. Pobre mujer-

La concentración es distraída por el ruido de su móvil, su corazón vibra al mismo ritmo del electrónico sonido y siente aborrecerlo aún más. Se alegra de que sea Oscar, hablan de la obra y antes de despedirse le aclara que no es asesino sólo porque es su estilo al escribir. Ama a su prójimo y a la vida.

Sigue pensando en la pesadilla y no encuentra razón para haberla soñado. Sus pensamientos son salvados por la llegada de su ama de casa, con las manos ocupadas por las bolsas del supermercado. Se había encariñado con ella a quien veía como a su madre, la que no conoció, reflejada en aquella delicada y tierna mujer.

Aprovecha el día para organizar un poco la biblioteca, realmente el trabajo es mínimo por la eficiencia de su empleada. Decide ver las viejas fotos y los recuerdos le inundan el corazón de nostalgia.

Al atardecer, la costumbre se apodera de la casa. Luego de marcharse doña Flor ve un poco la televisión. Al llegar el momento de dormir, por primera vez en muchos años no completa el hábito nocturno del baño. Sólo asea sus dientes.
Duerme plácidamente y de repente sus ojos se concentran en aquella mujer que regresa de nuevo. La identifica inmediatamente, le puede ver el rostro claramente, hermosa como la descripción que había hecho en su libro. Su vestido aún empapado en sangre impregna las sábanas de aquel color preferido en el final de cada historia. Lo acusa, lo culpa de su muerte en cada frase que pronuncia. Sus manos blancas descubren las ropas de cama hasta tocarlo. Siente mucho frío y terror. Su garganta se paraliza y sus cuerdas vocales ignoran la orden del cerebro para gritar, para pronunciar sílaba alguna. Está consternado, no puede pensar, es ajeno a su voluntad. El miedo invade su cuerpo, el frío es más intenso cada vez. No cree en fantasmas, espíritus o cosas parecidas. -Odió, con la misma magnitud que la había amado, a su imaginación; por convertirse en realidad-. Ante un movimiento de acercamiento de ella, puede ver detrás a un hombre, con su cuerpo desfigurado por la embestida de un tren en movimiento. Alrededor de él está la niña, que por estar atrapada en su cuna, no pudo ser rescatada por su padre, de la casa en llamas. A la voz de la mujer se unieron, disonantes, la de todos aquellos espectros que le paralizaban cada vez más su respiración. Igual que la noche anterior, no había visto estos rostros, pero si los recordó.

-Te dije que pagarías caro mi sufrimiento y el de los demás. Tú me mataste, tú nos mataste y no tuviste el más mínimo gesto de piedad. Ahora es tu turno. No trates de escapar, la casa está llena de todas tus víctimas y de la misma manera como planeaste muy bien cómo sería el fin de cada uno, así mismo hemos planeado el tuyo y, será hoy, esta noche. Tu vida no es perfecta y tenías que cometer un error en tu ritual nocturno. Quedarás de la manera como siempre quisiste, con tu cara lisa y tus ojos mirando la muerte, de la que tanto provecho sacaste- Dijo, con voz jadeante y llena de rencor, la mujer vestida de blanco.

A la mañana siguiente, doña Flor al ingresar a la casa percibe un olor extraño. Un silencio sepulcral, es el único sonido de aquel lugar. Siente helársele la sangre cuando lo ve, en su habitación, vestido con un traje, que aparentemente era blanco y con finos encajes alrededor del cuello, totalmente rojo por la sangre salida de su abdomen. Las partes del cuerpo que salen del traje emanan el olor característico de la carne quemada, su cráneo partido, como si lo hubiera arrollado un tren, y sus ojos desorbitados, como arrancados por un filoso estilete. De su cuello degollado salen lentamente las últimas gotas rojas que cambiaron por completo el cremoso color de la almohada. Su rostro está relajado, pulcro y la maquinilla afeitadora todavía puesta en funcionamiento a un lado de la cama.

PROSA